¿QUIEN DIABLOS SE CREE JODOROWSKY?
Texto por Manuel Meza
Photography Iván Aguirre
Styling Mihaya Urtuzuastegui
Models Paulina del Carmen, Ernesto Falcón y Dante Gaxiola
La imaginación es libre, el hombre no. -Luis Buñuel
Un nombre que encierra muchas cosas y todas polémicas: un concepto, una marca, un clan, una estética y hasta una filosofía no tan difícil de describir pero sí de hacer justicia sin colgarse del prejuicio o del escepticismo más férreo. La longeva figura de Alejandro Jodorowsky (Tocopilla, 1929), el escritor, dramaturgo, cineasta y hasta chamán chileno, pasó de la vanguardia hippie de los años 60 a la consolidación de todo un sistema de creencias resultante de poner una versión tropicalizada del psicoanálisis (sobre todo la vertiente Jungiana) y una vistosa apropiación del simbolismo en una licuadora donde uno de los principales condimentos es la sublimación genealógica.
Esa sublimación, que ha ido haciéndose más presente con el paso del tiempo, ha permeado casi toda la producción artística de Jodorowsky, pero sobre todo en el cine ha sido más evidente, tanto por la participación en sus películas de miembros de su familia cercana como por las historias que casi siempre -de una u otra manera- remiten a su propia biografía.
Si acaso su primer largometraje, el drama surrealista Fando y Lis (1968) se aleja de esa veta narrativa para versionar el trabajo del dramaturgo español Fernando Arrabal (Melilla, 1932), pero a partir del western metafísico El Topo (1970), donde el mismo artista interpreta a un justiciero del desierto, se puede ver su fascinación con las transmutaciones, la búsqueda de sentido a la vida, la obsesión con la belleza y las constantes contradicciones humanas.
En dicha película, su hijo Brontis -que durante la filmación tenía 7 años- hace el papel del hijo del justiciero y en una de las primeras escenas de la película -así como una de las más bellas- lo obliga a enterrar en la arena su muñeco y el retrato de su madre diciéndole que ha llegado la hora de convertirse en hombre. Mientras se alejan en el horizonte con el pequeño cuerpo desnudo del infante resaltando por encima del jinete, vestido de negro encima de un caballo que parece la prolongación de la sombra del tronco de ese árbol donde realizaron el ritual, la plasticidad del encuadre y su composición remite al trabajo de Salvador Dalí.
Mucho se ha dicho que el artista sudamericano llegó tarde al surrealismo, pero si algo queda claro echando un vistazo a su obra, es que lo suyo es más un simbolismo exacerbado e influenciado por los pictogramas del tarot, ese juego de cartas antiguo que se popularizó en Europa en el siglo XVI, pero que a partir del siglo XVIII empezó a extenderse su uso como recurso adivinatorio, relacionando sus elaboradas ilustraciones con deidades provenientes de la teología egipcia y adaptándolas a sistemas de pensamiento occidentales.
“Tar”, ese lugar al que los personajes de Fando y Lis hacen constante referencia, se traduce del egipcio como “camino”, y para muchos de los personaje de las películas de Jodorowsky, ese camino se convierte en un viaje hacia el sacrificio y la revelación para encontrar el sentido propio de la vida y descubrir la dimensión mística que reside en uno mismo.
En La montaña sagrada (1973), una de las películas más influyentes del autor, es donde toda esa amalgama de intenciones explota: la iluminación a través del aprendizaje y la odisea de sobrellevar un mundo cruel y corrupto, los espejismos que la misma fe va poniendo en el camino y una utilización pagana de la simbología religiosa mundial. Todo eso respaldado por una puesta en escena maximalista, una sexualidad orientada al fetichismo y una inventiva visual desbordada.
En Santa sangre (1989), su película más mexicana, aborda el mundo opresivo de la violencia machista y las prerrogativas de la fe, evidenciando el poder de veto de las instituciones religiosas tradicionales sobre aquellas emergentes y la desigualdad social. Al mismo tiempo, rinde homenaje a ese México terriblemente mágico por medio de una familia de cirqueros instalados en las periferias de la capital del país, marcados por la tragedia y los celos, heredando sus traumas a un niño sensible que lleva tatuado en su pecho la contradictoria imagen de un ave fénix, que es perseguido por su pasado mientras busca encontrar la cordura y conquistar el amor de una joven sordomuda, víctima de la ambición de una mujer con el cuerpo cubierto de tatuajes.
Aunque el contenido -como buena parte de los postulados de su obra y de la de cualquiera con semejante espíritu mesiánico- sean debatibles y muchas veces rocen el humor involuntario, no se puede negar que detrás de ese universo a veces chocante, otras colorido y algunas más sangriento, está la mirada de un artista potente con una ambición irrenunciable, como lo demuestra su gran vitalidad artística ahora que roza los 90 años y sigue escribiendo, filmando, ofreciendo lecturas de tarot en París (donde reside) y hasta dedicando unas horas del día a interactuar en Twitter con su más de un millón de seguidores.
Si La danza de la realidad (una ambiciosa épica familiar estrenada en el 2013, que reflexiona sobre la figura paterna ) y Poesía sin fin (donde continúa contando el momento en que decidió convertirse en poeta e irse a vivir a París), parte de su trilogía autobiográfica, ha dejado dividida a la crítica y la audiencia, el legado de Alejandro Jodorowsky y su rigor creativo es innegable, dejando ya para la posteridad una miríada de imágenes entre repulsivas, hermosas y sugerentes de las que podrán nutrirse nuevas generaciones.
No hace mucho, Alejandro regresó a su primogénito Brontis aquel muñeco y el retrato de su madre para que volviera a ser un niño. Axel (el sicópata vengador de Santa sangre) es ahora un consumado psicochamán por cuenta propia y Adán (el más pequeño) es un músico que hasta hace poco respondía al nombre de Adanowsky. Todos ellos bien podrían representar una faceta de la personalidad del padre, para quien una sola vida nunca iba a ser suficiente:
“Filmar para mi no es nada más que psicomagia. Le dije a los técnicos: –Ustedes van a pensar que no sé nada de cine y está bien, pero sé lo que quiero y lo que quiero es sanar mi alma. Para La danza de la realidad fui a filmar en Tocopilla porque las calles por las que caminé están ahí: la tienda de mi padre, la plaza en la que jugué cuando era niño. Así que voy a sanarme y a curar a mis hijos porque mi hijo hace el rol de mi papá y eso es de un enorme choque sicológico. Hice a mi madre cantar y humanicé a mi padre para corregir mi árbol genealógico. Es un trabajo terapéutico para mí y los demás”.
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