CINE: KID & HEREAFTER
texto / Socorro González Barajas
Kid.
TROCH Y LOS NIÑOS
En su tercer largometraje, Kid (Bélgica, 2012), la actriz y realizadora belga, Fien Troch cons- truye con habilidad un frío y a la vez conmovedor relato sobre la repentina orfandad de dos infantes, curiosamente llamados Billy (Maarten Meeusen) y Kid (Bent Simons). Con lentitud y densas cargas de silencio, Troch reflexiona sobre la dureza de la orfandad y el irremediable sentimiento de soledad y amargura temprana que conlleva la pérdida de un ser amado, en este caso la madre (Gabriela Carrizo). Este abandono es asumido de modos muy distintos por sus dos hieráticos protagonistas, en esa especie de prueba que ha puesto la vida a los pequeños, Billy, quien recibe todo con una aparente naturalidad y Kid, quien en cambio se sumerge en una muda y apática rebeldía; una temprana depresión como respuesta a ese fuerte vínculo materno que ha sido violentamente destrozado.
Valiéndose de una bella, gris y limpia factura visual, de planos abiertos en su mayoría, Troch va construyendo una historia de angustia contenida. La lentitud de su cámara se desliza por los espacios generando una inquietante atmósfera espectral que culmina en esa contundente epifanía trágica en los últimos minutos de metraje. Con habilidad, la joven cineasta estructu- ra una historia de atmósfera abrumadora, un denso relato donde toda la realidad planteada es exclusivamente observada, analizada y meditada desde la percepción de los dos jóvenes hermanos.
Con fría sutileza, Troch desgrana un núcleo familiar de existencia dolorosa y cruel, todo visto desde la aparente ingenuidad e inocencia de Kid, su protagonista. La presencia fantasmal de la madre, que se desliza por la casa debatiéndose día a día entre la melancolía, la depresión y el temor a los cobradores de una fuerte deuda que la pareja ausente ha dejado, es la imagen re- currente a los ojos del pequeño que no logra entender los acontecimientos y sólo sabe buscar el apego, cariño y el abrazo de ese manojo de nervios en que se ha convertido esa mujer. Entre la angustia de los días, la madre sucumbe asesinada por sus acosadores, ante la mirada inquieta y fría de Billy. Es entonces cuando un pequeño infierno comienza a arder para Kid, quien se unde trágicamente en el silencio y en la constante añoranza de la madre (en esa especie de locus amoenus que representa el bosque, punto de encuentro de Kid y sus recuer- dos) cuya presencia, ya ausente, se vuelve más abrumadora, y a quien ciertas veces visualiza rondando espectralmente cerca de él, como si de un llamado se tratase.
En el nuevo “hogar” de los tíos, una atmosfera obscura se va apoderando de la trama, hasta derivar en ese contundente desenlace redentor. La realizadora ha sabido construir una com- pleja e inquietante exploración sobre el abandono, la soledad y la melancolía que invaden la existencia humana de personajes duros y un tanto ásperos. Un filme que reflexiona sobre lo terrible que resultan las complicaciones emocionales heredadas inconscientemente a los hijos.
Hereafter
O CUANDO EASTWOOD SE PUSO TRISTE
Si bien Hereafter (Estados Unidos, 2010, titulada en Latinoamérica como Más allá de la vida) no posee la perfección narrativa de filmes anteriores en la vastedad fílmica del veterano actor/ director Clint Eastwood, su visionado me resultó una experiencia bastante grata y conmo- vedora.
Como director Eastwood ha explorado prolífica y magníficamente algunos de los géneros ci- nematográficos más importantes con diversidad creativa, rindiendo tributos, auto-parodián- dose, ironizando y melodramatizando con un destacable toque de objetividad, dureza crítica y admirable distanciamiento que, paradójicamente, termina conmoviendo al espectador.
Hereafter llega anterior a J. Edgar (Estados Unidos, 2011) y desarrolla básicamente la historia de tres personajes unidos por un motivo, la muerte. Marie Lelay (Cécile de France), quien regresa a la vida después de haber sucumbido en un desastre natural; el pequeño Marcus (Frankie McLaren/George McLaren, excelente, por cierto), quien pierde a su hermano geme- lo en un accidente y George Lonegan (Matt Damon), un psíquico atormentado y solitario que intenta alejarse de su actividad de interactuar con los muertos, quienes, según un evidente planteamiento general de la película continúan “viviendo” en otro plano existencial -tema recurrente, muy conocido y no menos trillado-.
Con estas motivaciones, pausadamente y como en un susurro, el cineasta irá introducien- do al espectador en la vida de estos tres seres atormentados y marcados por la fatalidad en modos distintos, tejiendo con delicadeza un melancólico relato bellamente fotografiado por la certera mirada de Tomas Stern, fiel colaborador del realizador como cinefotógrafo desde su Blood Work (Estados Unidos, 2002). Eastwood propone una nostalgia por la muerte, una triste reflexión y un melodrama irónicamente mesurado, que roza con cierta ingenuidad la fantasía intrínseca al abordar “el más allá” por muchos tan temido y por otros tantos añorado.
Más que una seria y arriesgada propuesta (que por momentos acaricia lo muy cursi, para ser Eastwood) sobre lo que existe después del manoseado viaje sin retorno -con todo y las prescindibles escenas recreando “la otra vida”, medio Flatliners (Schumacher, E.U., 1990)-, Eastwood se permite una emotiva reflexión sobre el dolor humano, la inmensa soledad y el desamparo que para algunos significa la pérdida de un ser amado; construyendo con cohe- rencia universos inicialmente matizados por la obscuridad de la melancolía, respuesta inevi- table ante la ruptura con la vida física, ante la incertidumbre de un triste porvenir del cual los personajes reniegan como si de una maldición se tratara. Hacia el final, Eastwood redime a sus personajes de la dolorosa tristeza que los habita durante la mayor parte del metraje, des- plazándolos hacia un concesivo final feliz de reencuentro con el mundo real y sus consensos.
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