DAVID FOSTER WALLACE, LA GRAN TRAGEDIA MODERNA
Texto por Israel Pompa Alcalá
Photography Miguel Herrera
Make Up Andreé-Line Dumont & Jen Evans
Models Maxime Van Der Heijden, Peter K & Ana Romanova
Existe en la cultura estadounidense una fijación constante -casi obsesiva- por encontrar personajes o referentes que ayuden no sólo a cifrar su realidad sino a entenderse a si misma. El último de los elegidos -atrás quedaron los Cobain o los Tarantino- fue un prodigio de la literatura, un titán de la racionalidad que deslumbró al mundo con su muy particular estilo de narrar y decir las cosas: David Foster Wallace.
Aunque para muchos no resulte conocido, pocos autores contemporáneos han podido retratar con tanto poderío las contradicciones, trampas y repercusiones escondidas dentro de esa ilusión que es la moderna sociedad estadounidense.
El neoyorquino pudo alimentar desde muy pequeño sus inquietudes literarias gracias a sus padres, dos académicos consumados: ella daba clases de inglés y él de filosofía. Esta combinación causaría un profundo impacto en el pequeño David, quien hizo patentes estos temas a lo largo de su obra de profundas disertaciones filosóficas en forma de novelas, cuentos o ensayos, además de asumirse como un vigilante del lenguaje y sus formas.
Sin embargo, esta semilla tardaría unos años en germinar, pues durante la niñez y adolescencia encontraría otro lugar donde depositar su pasión: el tenis. La práctica de ese deporte le permitió tener un primer acercamiento a otras dos de las obsesiones más grandes para sus compatriotas: el triunfo y la pertenencia a una élite. Estos conceptos fueron desmenuzados por Wallace en varias ocasiones, sobre todo al reflexionar sobre la manera en que ambos son entendidos hoy.
Por ejemplo, en su ensayo Big Red Son, asiste a una gala del cine porno para demostrarnos cómo los grupos glamurosos y victoriosos en Estados Unidos han alcanzado un nivel irrisorio, al tiempo que se han transformado -ironías aparte- en un asunto masturbatorio, una constante palmada en la espalda sin ningún tipo de esfuerzo real o sin un trabajo dedicado.
David se matriculó en la Universidad de Amherst, donde se dedicó a la filosofía. Sin embargo, dos sucesos en esta etapa transformaron por completo su vida: el primero de ellos fue su primer click con la literatura. Gracias a sus ansias de siempre querer conocer más y a su declarada adicción a la literatura, conoció a los autores Donald Barthelme, John Barth y Thomas Pynchon.
¿Qué tienen estos tres autores en común? Una imaginación desbordada capaz de retratar asuntos sociales y políticos debajo de toda la fantasía y los disparates. Wallace empezó a cambiar sus nociones de cómo acercarse y enfrentar la realidad. La literatura otorgaba oportunidades casi infinitas.
Aunado a eso, empezó a aficionarse al consumo de marihuana a tal grado que escribía ensayos, trabajos y demás a sus compañeros a cambio de cierta cantidad de droga. Esa actividad en la universidad le hizo descubrir su aptitud para asumir distintas voces literarias, pues él mismo declaró que le resultaba sumamente sencillo imitar el estilo de sus compañeros, cosa que lo ayudaría a desarrollar sus historias.
Hacia el final de la universidad, tomó la decisión final: entregaría un par de tesis, una de ellas una novela de tintes filosóficos llamada La escoba del sistema. Fue tal el revuelo que no sólo se graduó con honores -obtuvo el reconocimiento summa cum laude– sino que llamó la atención de medios tan prestigiosos como el The New York Times, quienes veían en él a un digno heredero de la prosa de Thomas Pynchon.
Wallace confirmó su genio un par de años después, cuando la crítica especializada se lanzó a sus pies con la colección de cuentos llamada La chica del pelo raro. Dichos relatos lo mismo jugaban con los íconos de la cultura pop que con asuntos como la drogadicción, la fama, el dinero, el vacío de los suburbios y -sobre todo- esa sombra que lo persiguió sin descanso como al resto de su generación: la depresión.
Algunos años de expectativa vendrían mientras él se dedicaba a consumar varios detalles de su máxima obra. Sería hasta 1996 que lanzaría La broma infinita, libro descomunal de más de mil 500 páginas, de las cuales unas cien son solo anotaciones al pie de página. Para muchos, esta novela de múltiples temas es el pináculo no solo de la prosa wallaceana sino de la llamada literatura contemporánea, pues retrataba con una precisión casi quirúrgica a la sociedad de su época. Por ejemplo, en La broma infinita los años han dejado de ser números para convertirse en marcas (como El año de la hamburguesa Whopper), en clara referencia a la hipercomercialiazón de nuestro mundo. En otro capítulo habla de la suplantación y retoque de rostros, lo cual es una anticipación a los hoy famosos -y parece que necesarios- filtros de plataformas como Instagram.
A pesar de que muchos han tratado de ver en La broma infinita una suerte de ejercicio irónico acerca de la modernidad, el propio Foster Wallace se encargó de derrumbar ese mito al declarar en varias ocasiones que su libro era un reflejo de los problemas que él veía dentro de su sociedad: una depresión aguda, una adicción socialmente aceptada a casi cualquier cosa, la frivolización de las estrellas del showbiz, la facilidad pasmosa para caer en la violencia sin sentido y por causas sumamente reduccionistas, el culto desmedido a la personalidad y el individualismo.
En los años posteriores, Foster Wallace aumentó su prestigio literario con grandes ensayos, un nuevo libro de relatos (Entrevistas breves con hombres repulsivos) y compilaciones de su trabajo periodístico. Lamentablemente, ese malestar cultural y social que supo retratar con maestría, parecía haberse enquistado en lo más profundo de si mismo. El 12 de septiembre del 2008, tras varios meses de luchar contra la depresión, el último gran titán de la literatura estadunidense, se ahorcaría en el jardín de su casa. La broma infinita había caído sobre él.
¿Por qué es importante leer un libro que fue escrito hace veinte años, de un autor que se quitó la vida hace casi diez? Porque después de David Foster Wallace no ha existido un diagnóstico tan preciso de lo que significa ser no sólo estadounidense sino un habitante de este mundo global, inmerso en un supuesto progreso modernista. Atender a su figura, pero sobre todo a su obra, puede develar mucho de esa máscara trágica que poseemos todos los pertenecientes a esta generación llena de gente triste.
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